Juan Ramón Rallo
Uno de los escándalos farmacéuticos más sonados de los últimos días ha
sido la decisión de Martin
Shkreli, director ejecutivo de Turing Pharmaceuticals, de
multiplicar por 55 el precio del Daraprim, un medicamento empleado para tratar
la malaria, la toxoplasmosis o el VIH: de este modo, una pastilla de Daraprim
ha pasado de costar 13,5 dólares a 750. Si las cifras les parecen escandalosas,
sepan que el coste de producción de una de esas pastillas ni siquiera llega a
un dólar: de hecho, en la India se venden a un precio cercano a los cinco céntimos.
Han sido muchos los que han denunciado que esta
práctica resume todos los
males del capitalismo: afán desenfrenado de lucro a costa de
multiplicar los precios de los productos, reduciendo así su accesibilidad para
las personas más necesitadas y pobres de una sociedad. Sin embargo, uno debería
comenzar por preguntarse cómo es posible que un producto que tiene un coste de
producción de unos pocos céntimos de dólar pueda venderse por 750 dólares sin
que ninguna otra empresa se lance a competir contra ella para venderlo más
barato. ¿Es que acaso el mismo desbocado ánimo de lucro que lleva a Shkreli a multiplicar
por 55 el precio de Daraprim no conduce a otros empresarios a tratar de
arrebatarle los compradores rebajando el precio de venta?
Las patentes suelen constituir el principal obstáculo a la
competencia en el mercado farmacéutico: una patente es un conjunto de derechos
otorgados por el Estado en exclusiva al creador de un nuevo producto o de una
nueva tecnología, para que pueda explotarla comercialmente. Las patentes son,
por consiguiente, monopolios sobre las ideas,
lo que consecuentemente permite a los productores monopolistas cobrar precios
de venta muy superiores a sus costes de producción.
Ahora bien, en el caso del Daraprim, la falta de competencia que impide aumentos desproporcionados
de precios no se debe a la existencia de patentes: Daraprim es un medicamento
genérico y, por tanto, cualquiera debería ser capaz de fabricarlo y
comercializarlo. ¿Por qué entonces nadie lo hace con márgenes de beneficio tan
desproporcionados? Algunos economistas afirman que el problema es la reducida demanda
de este medicamento, estimada entre 8.000 y 12.000 unidades anuales: si el
margen de beneficios es enorme pero su volumen es muy reducido, ninguna empresa
tendrá incentivos para lanzar un sustitutivo. Pero los beneficios por
comercializar Daraprim en 2014 ascendieron a 10 millones de dólares, cantidad
que se incrementaría de manera sustancial en caso de que Shkreli cumpliera su
amenaza de multiplicar el precio por 55 y que, por tanto, sí debería atraer a
la competencia.
Por sí solo, pues, el bajo volumen de ventas no es argumento para
excluir a los competidores. Acaso más relevante sea otro problema: para que los
potenciales competidores puedan comercializar medicamentos sustitutivos del
Daraprim es necesario que éstos reciban el calificativo de equivalentes
genéricos por parte de la FDA (el regulador estadounidense), pero si el precio
de venta del Daraprim es altísimo, los costes para efectuar las pruebas
clínicas exigidas por la FDA también se encarecen extraordinariamente (es lo
que se conoce como distribución cerrada). En cierto modo, pues, Turing
Pharmaceuticals conseguiría eliminar la
competencia por
el mismo mecanismo que la estaba atrayendo: los altos precios del Daraprim
incentivan la aparición de competidores, mas al mismo tiempo dificultan que
esos competidores puedan desarrollar sustitutivos con los que competir.
Fijémonos en que, si éste fuera el caso, la justificación última
del poder monopolístico de Shkreli procedería de una regulación estatal: sólo aquellos medicamentos
autorizados por la FDA pueden competir con otros ya comercializados, aun cuando
su patente haya expirado. Si la FDA dilata o encarece artificialmente el
proceso de aprobación, los medicamentos previamente aprobados contarán con un
monopolio temporal que les permitirán cargar casi cualquier precio a sus
clientes. En un mercado libre serían diversas las agencias de acreditación
privadas dedicadas a certificar la salubridad de un medicamento, siendo por
tanto mucho más barato y veloz ese proceso de acreditación a múltiples bandas.
Acaso muchos desconfíen de semejante modelo y continúen prefiriendo el de
acreditación por parte de organismos públicos, pero incluso un modelo
farmacéutico intervenido podría estar más liberalizado que el actual: por ejemplo,
si un equivalente genérico del Daraprim ha sido acreditado (como lo ha sido)
por los supervisores públicos europeos, ¿por qué no permitir su
comercialización en EEUU para que pueda competir con Turing Pharmaceuticals? Es
decir, aunque uno desconfíe de los acreditadores privados, no hay demasiadas razones para impedir las
supervisiones múltiples y competitivas entre acreditadores estatales.
Pero la verdadera razón de la falta de competencia en el Daraprim
ni siquiera es la distribución cerrada, sino una reciente regulación de la FDA.
En EEUU, aquellos medicamentos que ya se producían y vendían antes de 1962
pueden seguir comercializándose con el mismo etiquetado y la misma composición
sin necesidad de someterse al procedimiento de acreditación de la FDA (es lo
que se conoce como grandfathered drugs). Hasta aquí nada raro: si antes
de que se desarrollaran los controles actuales se venían comercializando
durante décadas medicamentos que no han tenido efectos secundarios visibles, no
hay razón para impedir su venta. Sin embargo, desde 2006 la FDA ha creado una nueva y
absurda norma: si una empresa privada somete a alguno de estos
medicamentos exentos al proceso de acreditación vigente a partir de 1962, la FDA otorgará a esa empresa un derecho de
comercialización exclusivo (una categoría similar aunque no idéntica a
las patentes).
Éste es justamente el problema: en agosto de este año,
Turing Pharmaceuticals compró a Impax Laboratories los derechos de distribución
exclusiva del Daraprim por 55 millones de dólares y a las pocas semanasmultiplicó su precio.
Démonos cuenta de cómo las regulaciones estatales generan carestías
artificiales que incluso cotizan en el mercado: Impax Laboratories había
seguido los procedimientos para que la FDA le otorgara los derechos de
distribución en exclusiva, y posteriormente, enajenó esta licencia estatal por
55 millones de dólares a un empresario que los compró merced a la capacidad que
le otorgaban para explotar a
los consumidores.
En definitiva, es el entramado regulatorio generado
por la FDA el que creamonopolios artificiales que permiten multiplicar los precios
de los medicamentos sin que aparezcan competidores. Sin la FDA no habría
derechos de distribución en exclusiva ni distribuciones cerradas de
medicamentos, esto es, en un mercado libre y desregulado, la competencia sería
mucho más vigorosa y los márgenes de precios de los genéricos muchísimo más
estrechos. Uno podrá defender la necesidad de la FDA y de sus procedimientos
presuntamente garantistas, pero lo que no puede es atribuir los efectos
perversos de las mismas al mercado libre: la FDA —justificada o
injustificadamente, es otro debate— se carga el mercado libre en los medicamentos
y, por tanto, las consecuencias de la supresión de ese mercado libre por parte
de la FDA será atribuible a la FDA no al mercado libre capitalista.
Martin Shkreli y su avaricioso maltrato a los usuarios del
Daraprim es un producto del estatismo, no del capitalismo
liberal.
tomado originalmente de: http://www.libremercado.com/2015-09-30/juan-ramon-rallo-como-el-estado-encarece-los-medicamentos-76814/
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