lunes, 7 de enero de 2013

Epílogo a la edición de 2006 DEL BUEN SALVAJE AL BUEN REVOLUCIONARIO


APENDICE
Epílogo a la edición de 2006
Un libro que es también una bandera
Carlos Alberto Montaner

Hace casi treinta años, en 1976, apareció la primera
edición de Del buen salvaje al buen revolucionario,
escrito por Carlos Rangel, entonces un autor poco
conocido fuera de las fronteras venezolanas. Recuerdo
que recibí uno de los primeros ejemplares en mi
despacho de Madrid, enviado por su esposa Sofía Imber,
una extraordinaria mujer de quien tenía muy buenas
referencias transmitidas por ciertos amigos comunes
radicados en Caracas, quienes la admiraban y calificaban,
justamente, como “una auténtica fuerza de la naturaleza”.
Confieso que abrí el libro temiendo recibir una de las
típicas monsergas ideológicas de la izquierda
antidemocrática. De alguna manera, el equívoco título
prometía otro ataque al brutal imperialismo yanqui, al
colonialismo implacable, a las voraces multinacionales y
a la engañosa democracia formal. Esos eran el lenguaje,
los adjetivos y el enfoque al uso en esos tiempos post
Vietnam, en los que la URSS parecía ser el destino
glorioso e inevitable del planeta, y en los que Fidel
Castro y la revolución cubana se habían convertido en la
referencia venerada de la izquierda continental
latinoamericana. Sencillamente, en aquella época los
comunistas y sus aliados estaban venciendo en la Guerra
fría declarada en el mundo tras la derrota de nazis y
fascistas en 1945.

Maravillosa confusión. En la medida en que iba
leyendo se me iluminaba la mirada por la alegre sorpresa.
Desde el brillante prólogo de Jean-Francois Revel
resultaba evidente que estaba frente a un texto muy bien
escrito, dirigido contra la perniciosa tradición victimista
latinoamericana. Rangel denunciaba la falsedad esencial
de la teoría de la dependencia -algo que años más tarde
humildemente aceptaría Fernando Henrique Cardoso,
uno de sus más fervientes apóstoles, cuando dejó de ser
un sociólogo marxista para convertirse en el presidente
serio y moderado de Brasil-, colocaba la responsabilidad
de nuestros fracasos relativos sobre nosotros mismos,
revelaba las contradicciones doctrinales de los seguidores
de Marx, renunciaba a la versión infantil de una historia
de buenos y malos, y se atrevía a defender
apasionadamente los modos de vida occidentales,
incluidas la democracia y la economía de mercado que
habían transformado a ciertas naciones en los rincones
más ricos del planeta, criticando sin ambages la barbarie
totalitaria de izquierda, sin ignorar, por supuesto, al
autoritarismo de derecha, que también le repugnaba al
ensayista venezolano.
Tras la apresurada lectura del libro -apresurada por el
entusiasmo- le escribí a Rangel una carta llena de elogios
y le pedí permiso para incluir como pórtico a un libro
mío a propósito de los dos siglos de la fundación de
Estados Unidos, que estaba a punto de salir en Madrid,
200 años de gringos, una frase que me pareció
especialmente provocadora y audaz: “¿Y quién puede
dudar -decía Rangel- que de no haber existido esta
potencia democrática, guardián del Hemisferio (en su
propio interés, pero ése es otro problema) Latinoamérica
hubiera sido víctima en el siglo XIX del colonialismo

europeo que conocieron Asia y África; y más tarde, en
nuestro propio tiempo, de los imperialismos todavía
peores que ha conocido el siglo XX? Pero nada de esto se
toma en consideración a la hora de formular las hipótesis
de moda sobre las causas del atraso latinoamericano (y
del avance norteamericano), sino que se afirma sin
matices y sin contradicción que la influencia política,
económica y cultural norteamericana ha causado nuestro
subdesarrollo.”
Naturalmente, Rangel me respondió con un alegre
telegrama que selló para siempre nuestra amistad, me
autorizó a citar su texto, y poco tiempo más tarde me
pidió que presentara -“bautizara”, dicen los venezolanos 
la obra en Madrid, tarea que llevé a cabo con un inmenso
placer, entre otras razones, porque en España, tras la
entonces reciente muerte de Franco, estábamos en medio
de la transición a la democracia, y la confusión en torno a
la realidad latinoamericana era casi absoluta. Aunque una
buena parte de los españoles había abandonado la
mentalidad tercermundista, seguían vigentes los peores
estereotipos y prejuicios políticos sobre esa región del
mundo, y la obra de Rangel en alguna medida
contribuiría a aclarar el panorama.
A tres décadas de esa fecha, la pregunta inevitable es
por qué Venezuela, el país en el que toda la clase
dirigente leyó o tuvo noticia de la obra de Rangel, cayó
voluntariamente (por lo menos en sus inicios) en las
redes del chavismo, quintaesencia del tercermundismo
denunciado en este libro. Y la respuesta apunta a varias
razones: lamentablemente, el ensayo fue percibido como
una argumentación ideológica sin conexión con la
realidad nacional. Muy poca gente lo vio como algo que

también era: una severa advertencia contra el
aventurerismo político de la izquierda colectivista
antioccidental. En aquella Venezuela saudita de
mediados de los setenta, cuando el país crecía
exponencialmente, convirtiéndose en la meta y el sueño
no sólo de media América Latina, sino también de
bastantes españoles, italianos y portugueses, casi nadie se
daba cuenta de que una sociedad que mayoritariamente
abriga ideas equivocadas o juicios absurdos, acaba por
cometer serios errores. Como suelen decir los gringos: “si
uno no sabe adónde va, acaba por llegar al lugar
equivocado”.
Los venezolanos, como el resto de América Latina, sin
excluir a casi toda la clase dirigente incardinada en las
dos grandes formaciones políticas del país, tenían una
visión populista del poder y de la sociedad. Suponían que
la función del gobierno era planificar y mandar, no
obedecer las leyes y las instituciones. Pensaban que el
objetivo de gobernar era distribuir la riqueza existente,
sin potenciar las condiciones para que la sociedad creara
riquezas. Fomentaban la dependencia y no la
responsabilidad individual. Cultivaban el clientelismo
político de una ciudadanía que esperaba dádivas y
privilegios del partido de gobierno, ratificándole a la
muchedumbre, desde todas las tribunas, cátedras, y en no
pocos medios de comunicación, un mensaje en el que se
le aseguraba que era víctima del maligno despojo de unos
bienes que supuestamente le pertenecían por derecho
propio, y de los que era inicuamente privada, sensación
que se resumía en un curioso vocablo: a los pobres se les
comenzó a llamar “desposeídos”. Alguien -la burguesía,
el capitalismo, las clases medias, “los americanos”-
aparentemente le había quitado lo que era suyo a la gran
mayoría de los venezolanos sin recursos.
En esa enrarecida atmósfera ideológica, cuando por un
periodo prolongado cayó el precio del petróleo, a lo que
se sumó la pésima gestión de un sector público
legendariamente ineficiente, una parte sustancial de la
población se sintió frustrada y estafada por la etapa
democrática surgida tras la caída de Marcos Pérez
Jiménez en 1958. Muy poca gente se detuvo a pensar
que, con todos sus defectos y lacras, aquella criticada
Venezuela, víctima de la corrupción, la improvisación y
la mala gestión pública, sin embargo exhibía la historia
más larga de paz, prosperidad y desarrollo que había
conocido el país desde el establecimiento de la república.
No hay duda de que era una nación que padecía ciertos
problemas, pero no había uno solo que no se hubiera
podido subsanar dentro de las normas democráticas y la
racionalidad política.
Fue entonces cuando de una forma borrosa comenzó a
desintegrarse el consenso llamado puntofijismo. Fue en
esa época cuando la ciudadanía, de manera creciente (e
incosciente), empezó a soñar con la solución
revolucionaria. ¿Qué era eso? Era confiar en la
inveterada superstición de que un caudillo lleno de
buenas intenciones, rodeado de arcangélicos y dedicados
compañeros de lucha, ajenos a las corrompidas cúpulas
políticas convencionales, llegarían al poder para corregir
los yerros, castigar a los culpables y traer la riqueza y la
felicidad colectivas. De ahí que en 1992, cuando el
teniente coronel Hugo Chávez y otros militares golpistas
intentan derrocar por la fuerza al presidente Carlos Andrés Pérez
 y dejan tendidos en las calles a varios centenares de muertos, 
la reacción popular, en lugar de ser de indignación, es de complaciente aquiescencia:
según las encuestas de la época, el 65 por ciento de los
venezolanos dijo simpatizar con el cuartelazo. El mensaje
era transparente: en ese punto de la historia, un número
importante de los venezolanos ignoraba que la esencia de
la democracia y del Estado de Derecho no es el periódico
rito electoral, sino el humilde acatamiento a la ley,
incluso cuando nos sentimos profundamente
insatisfechos con la labor del gobierno.
El suicidio de Carlos Rangel en 1988 fue un duro golpe
no sólo para Sofía, su familia y sus amigos, sino para el
pensamiento latinoamericano y para todos los
venezolanos. Recuerdo, cuando fue derribado el Muro de
Berlín, sólo un año más tarde, que no pude evitar pensar
cuánto habría disfrutado Carlos la desaparición del
comunismo en Europa y el total descrédito del marxismo:
la historia había confirmado sus mejores razonamientos e
intuiciones. Sin embargo, estoy seguro de que habría
sufrido terriblemente a partir de la década de los noventa,
cuando Venezuela se colocó en un peligroso plano
inclinado y comenzó una deriva irresponsable hacia el
abismo.
En todo caso, la actual reedición de Del buen salvaje al
buen revolucionario es hoy un buen punto de partida para
iniciar un examen profundo de las razones que
condujeron a Venezuela al lamentable estado en que se
encuentra, y para buscar fórmulas que contribuyan a
rescatar al país de la creciente opresión que sufre,
precisamente por la imposición de las ideas que fueron
minuciosamente demolidas por Rangel. Cuando casi nadie 
se atrevía a defender la responsabilidad individual
y los valores occidentales, Carlos Rangel tuvo la valentía
de escribir esta obra señera. Ayer éste fue un libro muy
importante. Hoy debe servirles de bandera a los
venezolanos que no se resignan a perder las libertades.

Enero 8, 2006




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